Siempre asociaré la inflación con el sabor de Hamburger Helper.
En el verano de 1973, compartía un departamento con varios otros estudiantes universitarios; no teníamos mucho dinero y el costo de vida se disparaba. Para 1974, la tasa de inflación general alcanzó el 12% y algunos productos ya habían experimentado aumentos de precio importantes. La carne molida, en especial, era un 49% más cara en agosto de 1973 que dos años antes. Así que tratábamos de hacerla rendir.
Más allá de la consternación que me producía el no poder comprar hamburguesas sin adulterar, estaba la ansiedad, la sensación de que las cosas estaban fuera de control. Aunque los ingresos de la mayoría de la gente aumentaban más rápido que la inflación, los estadounidenses estaban desconcertados por la manera en que parecíamos comprar menos con un dólar de una semana a otra. Esa sensación puede ser una de las razones por las que muchos estadounidenses ahora parecen tan desanimados ante una economía en auge.
El aumento inflacionario de la década de 1970 fue la cuarta vez después de la Segunda Guerra Mundial que la inflación superó el cinco por ciento anual. Hubo repuntes más pequeños en 1991 y 2008, y un repunte que se quedó justo por debajo del cinco por ciento en 2010-2011.
Ahora estamos viviendo otro episodio similar, la mayor inflación en casi 40 años. El Índice de Precios al Consumidor de noviembre fue un 6,8% más alto que un año antes. Buena parte de este aumento se debió a los enormes incrementos en los precios de unos cuantos sectores: los precios de la gasolina subieron un 58%, los autos usados y el hospedaje un 31 y un 26 por ciento respectivamente y, sí, los precios de la carne un 16%. Pero algunos analistas (aunque no todos) creen que la inflación está comenzando a extenderse de manera más generalizada en la economía.
El actual brote de inflación se produjo de manera repentina. A principios de este año, la inflación seguía siendo baja; en marzo, los miembros del Comité Federal de Mercado Abierto (el FOMC, por su sigla en inglés), que fija la política monetaria, preveían que su medida de precios preferida (que suele estar un poco por debajo del Índice de Precios al Consumidor) aumentara solo un 2,4% este año. Incluso una vez que las cifras de la inflación se dispararon, muchos economistas —incluido quien escribe— argumentaron que era probable que el aumento fuera transitorio. Pero, en el mejor escenario, ahora está claro que la inflación “transitoria” durará más de lo que la mayoría de los miembros de ese grupo esperábamos. Y el miércoles de la semana pasada, la Reserva Federal de Estados Unidos se movilizó para endurecer la política monetaria: redujo sus compras de bonos e indicó que espera subir las tasas de interés al menos un poco el año próximo.
La inflación es un tema emocional. Ningún otro tema sobre el que escriba genera tantos mensajes de odio. Y el debate sobre la inflación actual es en particular tenso porque las evaluaciones de la economía se han vuelto increíblemente partidistas y, en general, vivimos en un entorno político de posverdad.
No obstante, sigue siendo importante tratar de entender lo que está ocurriendo. ¿Refleja un fracaso de la política económica o solo los problemas iniciales de una economía que se recupera de la caída pandémica? ¿Cuánto tiempo podemos esperar que se mantenga alta la inflación? ¿Y qué deberíamos hacer al respecto, de haber algo?
Para empezar, creo que lo que estamos viendo refleja en esencia las dislocaciones inherentes a la pandemia, más que, por ejemplo, un gasto público excesivo. También creo que la inflación remitirá en el transcurso del próximo año y que no deberíamos tomar ninguna medida drástica. Pero algunos economistas razonables no están de acuerdo, y podrían tener razón.
Para entender esta disputa, tenemos que hablar de lo que ha causado la inflación en el pasado.
Historias sobre la inflación
La inflación, dice una vieja frase, es causada por “demasiado dinero en busca de muy pocos bienes”. Pero a veces es más complicado que eso. A veces la inflación se origina por expectativas que se perpetúan a sí mismas; otras veces es el producto temporal de las fluctuaciones de los precios de las materias primas. La historia nos ofrece claros ejemplos de las tres posibilidades.
En julio, el Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca sugirió que la inflación actual se asemeja más al pico de inflación de 1946-1948. Este fue un caso clásico de inflación por “atracción de la demanda”, es decir, fue realmente un caso de demasiado dinero en busca de muy pocos bienes. Los consumidores tenían mucho dinero gracias a los ahorros de la guerra, y había mucha demanda reprimida, en especial de bienes duraderos como los automóviles, tras años de racionamiento. Así que cuando el racionamiento terminó, se desató una carrera para comprar cosas en una economía que todavía no se había volcado por completo hacia la producción de los tiempos de paz. La consecuencia fue alrededor de dos años de inflación muy alta, con un máximo de casi el 20%.
El siguiente repunte de la inflación, durante la guerra de Corea, también estuvo motivado por un rápido aumento del gasto. La inflación alcanzó un máximo de más del nueve por ciento.
Para algunos analistas del escenario actual, puede que el aspecto más interesante de estos primeros repuntes inflacionarios de la posguerra sea su carácter transitorio. No digo que desaparecieron en cuestión de meses; como dije, el episodio de 1946-1948 duró unos dos años. Pero cuando el gasto volvió a niveles más sostenibles, la inflación disminuyó con rapidez.
Eso no sucedió con la inflación de los años sesenta.
Es cierto que esta inflación comenzó con un tirón de la demanda: Lyndon Johnson incrementó el gasto federal en el marco de la guerra de Vietnam y de la Gran Sociedad, pero al principio no estaba dispuesto a frenar el gasto privado con un aumento a los impuestos. Al mismo tiempo, la Reserva Federal mantuvo bajas las tasas de interés, lo cual hizo que cosas como la construcción de viviendas se mantuvieran al alza.
La diferencia entre la inflación de la guerra de Vietnam y la de la guerra de Corea fue lo que ocurrió cuando los responsables de formular políticas por fin actuaron para frenar el gasto global mediante el aumento de las tasas de interés en 1969. Esto condujo a una recesión y a un fuerte aumento del desempleo, pero a diferencia de la década de 1950, la inflación se mantuvo alta de manera persistente durante mucho tiempo.
En efecto, algunos economistas predijeron que esto ocurriría. En la década de 1960, muchos economistas creían que los legisladores podrían disminuir el desempleo si estaban dispuestos a aceptar una mayor inflación. Sin embargo, en 1968, Milton Friedman y Edmund S. Phelps argumentaron, cada uno por su cuenta, que eso era una ilusión.
Ambos afirmaban que la inflación sostenida se incorporaría a las expectativas de los trabajadores, los empresarios, las empresas que fijan los precios, etcétera. Y una vez que la inflación se incorporara a las expectativas, se convertiría en una profecía autocumplida.
Esto significaba que los legisladores tendrían que aceptar una inflación cada vez más acelerada si querían mantener el desempleo bajo. Además, una vez arraigada la inflación, cualquier intento de reducirla requeriría una prolongada caída, y durante algún tiempo la inflación elevada vendría acompañada de un alto desempleo, una situación que suele denominarse “estanflación”.
Y llegó la estanflación. La inflación persistente de 1970 a 1971 solo fue un anticipo. En 1972, una Reserva Federal politizada estimuló la economía para ayudar a la campaña de reelección de Richard Nixon; la inflación ya era de casi del ocho por ciento cuando el embargo petrolero árabe disparó los precios del petróleo. La inflación se mantuvo elevada durante una década, a pesar de los altos niveles de desempleo.
La estanflación terminó, pero sus costos fueron enormes. Con el liderazgo de Paul Volcker, la Reserva Federal redujo de manera drástica el crecimiento de la oferta monetaria, lo que provocó que las tasas de interés aumentaran a dos dígitos y causó una profunda depresión que elevó la tasa de desempleo al 10,8%. Sin embargo, para cuando Estados Unidos logró salir de esa depresión —el desempleo no cayó por debajo del seis por ciento sino hasta finales de 1987— las expectativas de una inflación elevada casi se habían eliminado de la economía. Como dicen algunos economistas, las expectativas de inflación se habían “anclado” en un nivel bajo.
Sin embargo, a pesar de las expectativas ancladas, ha habido varios picos inflacionarios, el más reciente en 2010-2011. Cada uno de estos picos fue impulsado en gran medida por los precios de los bienes cuyos valores son siempre volátiles, en particular los del petróleo. Cada uno de ellos estuvo acompañado de advertencias funestas de que la inflación descontrolada estaba a la vuelta de la esquina. Pero tales advertencias resultaron ser, una y otra vez, falsas alarmas.
¿Qué pasó en 2021?
Entonces, ¿por qué en este año se disparó la inflación y se mantuvo elevada?
Los economistas de la corriente principal están divididos entre los que ahora se denominan el Equipo Transitorio y el Equipo Persistente. El Equipo Transitorio, en el que me incluyo, argumenta que estamos ante un bache temporal, aunque más duradero de lo que se esperaba en un principio. Sin embargo, otros advierten que podríamos enfrentarnos a algo equiparable a la estanflación de los años setenta. Y hay que reconocerlo: hasta ahora, las advertencias sobre la inflación han resultado acertadas, mientras que las predicciones del Equipo Transitorio de que la inflación se desvanecería con rapidez han sido erróneas.
No obstante, esta inflación no ha seguido un guion sencillo. En cambio, lo que estamos viendo es un extraño episodio que presenta algunos paralelismos con acontecimientos pasados, pero que también incluye elementos nuevos.
Poco después de que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, tomó protesta, Larry Summers y otros economistas importantes, entre ellos el connotado Olivier Blanchard, quien fungió como economista jefe del Fondo Monetario Internacional, advirtieron que el Plan de Rescate Estadounidense, el proyecto de ley de 1,9 billones de dólares que se promulgó al comienzo del gobierno de Biden, aumentaría el gasto mucho más que cualquier holgura que quedara en la economía y que este auge insostenible de la demanda provocaría una gran inflación. Por su parte, el Equipo Transitorio argumentó que gran parte del dinero que el gobierno repartió se ahorraría en lugar de gastarse, por lo que las consecuencias inflacionarias serían moderadas.
De hecho, la inflación sí se disparó, pero lo curioso es que el gasto global no es en extremo elevado; ha subido mucho este año, pero solo lo suficiente para que volvamos más o menos a la tendencia prepandémica. Entonces, ¿por qué se disparan los precios?
Parte de la respuesta, como muchos otros y yo hemos señalado, tiene que ver con las cadenas de suministro. La cinta transportadora que suele entregar los productos a los consumidores sufre de escasez de capacidad portuaria, conductores de camiones, espacio en los almacenes, entre muchas otras cosas, y una escasez de chips de silicio está reduciendo la producción de muchos productos, en particular los automóviles. Un reciente informe del influyente Banco de Pagos Internacionales estima que la subida de precios provocada por los cuellos de botella en el suministro elevó la inflación en Estados Unidos 2,8 puntos porcentuales el año pasado.
Ahora bien, las cadenas de suministro mundiales no se han roto. De hecho, están entregando más bienes que nunca. Pero no han podido seguir el ritmo de la extraordinaria demanda. El gasto total de los consumidores no ha crecido tan rápido, pero en una economía que todavía está moldeada por la pandemia, la gente ha cambiado su consumo de experiencias a cosas, es decir, han gastado menos en servicios y mucho más en bienes. La versión caricaturesca es que la gente que no puede o no está dispuesta a ir al gimnasio ha comprado equipos de ejercicio de Peloton en su lugar, y algo así ha sucedido en todos los ámbitos.
Estas son las cifras. El consumo global ha aumentado un 3,5% desde que comenzó la pandemia, más o menos acorde con el crecimiento normal. Sin embargo, el consumo de servicios sigue estando por debajo de los niveles prepandémicos, mientras que las compras de bienes duraderos, aunque han bajado un poco desde su punto más elevado, siguen siendo muy altas.
¡Con razón están atascados los puertos!
Con el tiempo, los problemas de la cadena de suministro tal vez se resuelvan en gran medida por sí solos. Una pandemia que cede en Estados Unidos, a pesar de algunos aumentos en el número de casos, ya ha provocado una inversión parcial del sesgo de los servicios hacia los bienes; esto les quitará presión a las cadenas de suministro. Y como dice una vieja frase, la cura para los precios altos son los precios altos: el sector privado tiene fuertes incentivos para desentrañar las cadenas de suministro, y de hecho está empezando a hacerlo.
En particular, los grandes minoristas encontraron la manera de obtener los productos que necesitan y afirman estar bien abastecidos para la temporada navideña. Además, las medidas de tensión en la cadena de suministro, como las tarifas de transporte, comenzaron a mejorar.
Sin embargo, los problemas de la cadena de suministro no lo explican todo. Incluso al margen de los cuellos de botella, la capacidad productiva de la economía se ha visto limitada por la Gran Dimisión, la aparente falta de voluntad de muchos estadounidenses ociosos por la pandemia para volver a trabajar. Todavía hay cuatro millones de estadounidenses menos en la fuerza laboral que en la víspera de la pandemia, pero los mercados laborales parecen estar muy reducidos, ya que hay un número histórico de trabajadores que renuncian a sus trabajos (una señal de que creen que es fácil encontrar nuevos empleos) y los empleadores con poco personal ofertan sueldos más elevados al ritmo más rápido que se ha visto en décadas. Así que el gasto parece estar superando la capacidad productiva, no tanto porque el gasto sea tan elevado sino porque, de manera inesperada, la capacidad es muy baja.
Es probable que la inflación ocasionada por las alteraciones a la cadena de suministro descienda en unos meses, pero no hay ninguna claridad sobre si los estadounidenses que abandonaron la población activa volverán a ella. E incluso si la inflación baja, podría mantenerse en un nivel incómodo durante un tiempo. Recordemos que el primer brote de inflación de la posguerra, que en retrospectiva parece evidentemente transitorio, duró dos años.
Entonces, ¿cómo debe responder la política económica?
Apretar o no apretar, he ahí la cuestión
Formo parte del Equipo Transitorio, pero replantearía mi afiliación si viera pruebas de que las expectativas de inflación futura están empezando a impulsar los precios, es decir, si hubiera historias generalizadas de productores que suben los precios, aunque los costos y la demanda de sus productos no sean demasiado altos, porque esperan un aumento de los costos o de los precios por parte de los competidores en el próximo año o dos. Eso es lo que mantuvo la inflación alta incluso durante las recesiones de los años setenta.
Hasta ahora no veo señales de que esto esté sucediendo; aunque, a decir verdad, no tenemos buenos medios para dar seguimiento a las expectativas pertinentes. He estado observando las noticias en la prensa de negocios y encuestas como el Libro Beige de la Reserva Federal, que pregunta a muchas empresas acerca de las condiciones económicas; no he visto (¿todavía?) informes sobre la inflación impulsada por las expectativas. Los mercados de bonos predicen en esencia un estallido temporal de la inflación que disminuirá con el tiempo. Los consumidores dicen que este es un mal momento para comprar muchos bienes duraderos, cosa que no dirían si esperaran que los precios subieran aún más en el futuro.
Por si sirve de algo, aunque la Reserva Federal ha dejado de utilizar el término “transitorio”, parece seguir creyendo que estamos ante un problema a corto plazo y mencionó en su declaración más reciente: “Los desequilibrios de la oferta y la demanda relacionados con la pandemia y la reapertura de la economía han seguido contribuyendo a los elevados niveles de inflación”.
Aun así, es posible que las expectativas de inflación se desinflen. Teniendo en cuenta esto, ¿qué deberían hacer los responsables de políticas públicas en este momento? Y por “responsables de políticas públicas” me refiero básicamente a la Reserva Federal; haciendo de lado las posturas políticas, ya que, dado el estancamiento del Congreso, no es probable que ocurra nada que suponga una diferencia material para la inflación en el aspecto tributario, política inflacionaria significa en esencia política monetaria.
Hace poco participé en una reunión en la que estuvieron presentes varias de las figuras más destacadas del debate sobre la inflación, una reunión en la que, para ser sinceros, los que seguimos en el Equipo Transitorio sin duda éramos minoría. La reunión fue extraoficial, pero le pedí a Larry Summers y a Jason Furman, un economista de alto nivel del gobierno de Barack Obama, que me compartieran por correo electrónico resúmenes de sus posturas.
El pronóstico de Summers fue sombrío, ya que dijo: “Veo un camino más claro hacia la estanflación a medida que la inflación se encuentre con choques de oferta y la respuesta de la Reserva Federal que al crecimiento sostenido y la estabilidad de precios”. La mejor esperanza, sugirió, estaba en consonancia con lo que la Reserva Federal ha hecho ahora, poner fin a sus compras de valores respaldados por hipotecas (con lo que estoy de acuerdo porque no veo qué propósito tienen esas compras en este momento) y planear el aumento de las tasas de interés en 2022 —cuatro veces, dijo— con “una disposición a ajustarse de manera simétrica con los acontecimientos”. En otras palabras, tal vez subir menos, pero tal vez subir aún más.
Furman fue menos pesimista, ya que dijo: “No debemos abandonar el objetivo de buscar una economía caliente”, pero quería que fuéramos más despacio, que llegáramos “a ese punto echando un leño al fuego a la vez”. No obstante, su recomendación política no difería mucho. Se pronunció a favor de tres aumentos de las tasas de interés el año que viene, tal y como la Reserva Federal declaró estar considerando el miércoles.
¿Dónde estoy en este debate? Está claro que una subida de las tasas lo bastante grande haría bajar la inflación. Si se empuja a Estados Unidos a una recesión, se acabaría la presión sobre los puertos, los camiones y los almacenes; los precios de muchos bienes dejarían de subir y, de hecho, bajarían. Por otro lado, el desempleo aumentaría. Y si uno cree que en esencia se trata de cuellos de botella temporales, no querrá ver que cientos de miles, tal vez millones de trabajadores pierdan sus empleos en aras de reducir la congestión en el puerto de Los Ángeles.
Pero lo que tanto Summers como Furman sostienen es que el problema de la inflación es mayor que los estancamientos temporales; Furman también argumenta, en efecto, que pisar los frenos monetarios podría enfriar la inflación sin provocar una recesión, aunque Summers no cree que podamos evitar al menos un periodo de estanflación al reducir la inflación.
La posición actual de la Reserva Federal, que es un tanto reservada, parece casi idéntica a la de Furman. Las proyecciones más recientes de los miembros de la junta de gobernadores y los presidentes de la Reserva Federal están a favor de que la tasa de interés que la Reserva Federal controla aumente el año próximo, pero menos de un punto porcentual, y que la tasa de desempleo siga bajando.
Tal vez resulte sorprendente que mi propia postura sobre el fondo de la política no sea tan diferente a la de Furman o la de la Reserva Federal. Creo que la inflación se debe sobre todo a los estancamientos y a otros factores transitorios y que bajará, pero no estoy seguro, y, en definitiva, estoy abierto a la posibilidad de que la Reserva deba subir las tasas, tal vez antes de que termine el próximo semestre. Creo que la Reserva Federal debería esperar a tener más información, pero estar dispuesta a subir de manera sutil las tasas si la inflación se mantiene alta; Furman, según tengo entendido, piensa que la Reserva debería planear un aumento modesto de las tasas (en la correspondencia sugirió un punto porcentual o menos a lo largo de 2022, lo cual coincide con las proyecciones de la propia Reserva Federal) pero que debe estar dispuesta a dar marcha atrás si la inflación retrocede.
Parece una distinción bastante matizada. Por supuesto, es posible que las malas noticias sobre la inflación obliguen un endurecimiento mucho más draconiano que el que la Reserva Federal contempla, incluso ahora.
Tal vez lo que hay que tener en cuenta es lo poco que sabemos sobre dónde estamos en este extraño episodio económico. Los economistas que, como yo, no esperaban mucha inflación se equivocaron, pero los economistas que sí predijeron la inflación quizá acertaron por razones equivocadas, y nadie sabe realmente lo que está por venir.
Mi opinión es que deberíamos dudar mucho de acabar con el auge antes de tiempo. Pero, como todos los que se toman en serio este debate, estoy pendiente de los datos y me pregunto cada día si estoy equivocado.
(Tomado de The New York Times)