Los humanos conocemos directamente el mundo que nos rodea, pero lo generalizamos en nuestro cerebro. Vemos por primera vez un árbol y alguien nos dice como se llama ese objeto natural. Inevitablemente, generamos entonces en nuestra mente un modelo que permite que sigamos identificando como árboles otros objetos con las mismas características generales o parecidas.
Para describir el comportamiento de todos los gases se usa una ecuación de “gases ideales” que permite predecir, aproximadamente, como se comportan. No existe ningún gas ideal, pero ese modelo permite saber lo que va a ocurrir con cualquier “gas real”.
En la economía también se usan modelos. Karl Marx coescribió y publicó a los 30 años de edad el “Manifiesto Comunista”. Era folleto que reflejaba contradicciones inéditas que habían aparecido en la sociedad europea del siglo XIX. También traía propuestas de soluciones que enamoraron y siguen enamorando a muchos en todo el mundo, por lo ideales y hermosas.
Sin embargo, las aberraciones que denunciaba no estaban todavía debidamente comprendidas. No tenían un modelo predictivo, como ocurre con la ecuación de los gases ideales en el caso de la Física. En los muchos vaivenes de su vida, Marx fue a parar a Londres y ganarse allí la vida de variadas formas hasta su relativamente temprana muerte. Tuvo entonces una oportunidad difícil de apreciar hoy. Pudo acceder a mucho de lo más completo de la literatura socioeconómica de su tiempo en la biblioteca del Museo Británico. Ahora gozamos todos de ese privilegio con un simple teléfono conectado a internet.
Haciendo notas de lo que otros habían estado descubriendo antes llegó a importantes conclusiones, como hacemos los científicos. La economía se edifica sobre el intercambio de bienes o servicios entre las personas. Eso requiere de una evaluación previa para fijar “precios” que dependen de muchos factores determinantes. Por lo tanto, se requiere de una cantidad que da el “valor” de un determinado objeto cuando se destina al intercambio social que lo convierte en “mercancía”, o que está sujeto al “mercado”.
Ese valor debe ser un número, igual que puede ser la temperatura en la ecuación de los gases. Otros antes que Marx habían postulado que ese número tenía que ser proporcional al trabajo humano realizado para producir esa mercancía. Y ahí estaba, justamente, el resto de la ecuación que él necesitaba.
Si en una fábrica se producen mercancías con un valor determinado en el mercado, es por el trabajo que los obreros realizan en ellas. Si la ganancia de vender esa mercancía se distribuyera completamente entre los que la produjeron y según la cantidad de trabajo que cada uno hubiera aportado a ese valor se tendría una distribución justa. A cada quién le correspondería una parte proporcional. Sin embargo, en la explosiva Europa del siglo XIX los trabajadores recibían una mísera parte como salarios y los dueños de las fábricas tenían una vida rica en recursos por el solo hecho de ser eso, los dueños, aportando ninguno o muy poco trabajo.
Marx denominó “plusvalía” a esa parte del valor del trabajo de la que se apropian los dueños. Ya los científicos naturales habían tenido que hacer algo parecido e inventar una variable que se llama “entropía” en los procesos térmicos. Tiene poco que ver directamente con la ecuación de los gases y nada con la plusvalía económica, pero si completa el concepto de la conservación de la energía donde ocurría que una parte de la que se invertía en algo desaparecía sin rastro aparente.
Por eso, una de las conclusiones más útiles del descubrimiento marxista de la plusvalía es que merece la pena su distribución más justa. Por ejemplo, si el dueño de las fábricas es el pueblo de un país la plusvalía se puede emplear en beneficiar a todos y no solo a un grupo de propietarios. De ahí sale la posibilidad de que el estado, como representante del pueblo, pueda usar esa plusvalía social para pagar la educación, la salud, la base alimentaria y otros derechos humanos modernos para todos por igual y en una sociedad mucho más libre y justa.
Se hace evidente que es preciso conocer cuál es el valor de la plusvalía y para ello necesitamos un elemento de evaluación. Este es el dinero, cuando cumple su verdadera función.
En nuestra sociedad actual en evolución, la moneda nacional solo está cumpliendo completamente esa función en el sector privado de la economía. Lo hace valiéndose del mercado informal, a cuyas tasas de cambio el estado no ha decidido acceder formalmente.
Sin embargo, aquí aparece una importante contradicción. Ocurre que un obrero especializado asalariado puede ganar en una entidad pública una cierta cantidad mensual fija en pesos según una escala oficial. Es frecuente que esa misma entidad del estado no encuentre obreros que cubran un empleo por ese salario mensual. Pero sí le puede pagar, y le paga, a una pequeña empresa privada o a un trabajador autónomo eso mismo por un trabajo que muchas veces puede resolverse en un par de horas.
Esto significa que el estado si participa en esas tasas informales sin acceder formalmente a ellas cuando contrata con el sector privado cualquier transacción a esos precios. Y lo peor es que esto aumenta el déficit presupuestario que implica que se ponga más dinero en circulación para mal de todos. Los asalariados del sector público podemos estar ganando en un mismo mes decenas de veces menos y realizando trabajos mucho más dedicados y especializados.
También es notable que las transacciones entre agentes privados se hacen en efectivo y con una trazabilidad mínima, que las hace prácticamente invisibles al estado. Las cuentas comerciales de ese mercado paralelo son así casi irreconocibles para todos. Consecuentemente, las verdaderas cifras de los importantes impuestos que harían posible cierta redistribución social de la plusvalía no se pueden ingresar a las arcas de todo el pueblo. En esas condiciones, solo podemos inferir como se distribuye el valor y hasta donde la distribución de la plusvalía es justa o injusta, porque no hay cifras abarcadoras del valor en la economía cubana. Unas se expresan en monedas extranjeras, y las otras en una moneda nacional que tiene tres tasas diferentes de evaluación, por lo menos.
Se ha ido construyendo una nueva economía donde la magnitud y flujos de valor del sector privado son difíciles de conocer. La plusvalía es de magnitudes ignotas y vuelve a manos de una minoría que puede estar en el país o en el extranjero, creando capas sociales similares a las que Marx denunció en 1848.
Las soluciones que se han ido proponiendo para salir de nuestra crisis actual deben conducirse por una dirección que permita saber a ciencia cierta cómo es la distribución social de la plusvalía y utilizar los impuestos como la herramienta ideal para gestionarla socialmente. El mercado del valor y el trabajo se resiste y escapa fácilmente de cualquier medida autoritaria.
El socialismo no se mantiene y construye solo con consignas y con métodos tradicionales difíciles de adaptar a las situaciones reales. Es preciso ir a las raíces que están en la redistribución social justa de la plusvalía. Para ello es imprescindible la participación de la economía estatal, la de todo el pueblo, de forma efectiva en el mercado real, y teniendo en cuenta sus reglas en lugar de negarlas.
(Tomado de Cubadebate)
Un comentario
Llevo años haciendo esa pregunta que nadie se ha dignado a responder. Como se determina cual es el valor del trabajo en Cuba. Como se determina cual es el salario de una persona. Evidentemente eso no lo saben ni quienes están encargados de determinar nuestros salarios. Hace años, en discusiones donde aprendí muchísimo de lo poco que sé de economía con el profesor Rosendo Morales, debatía el tema de la tercerización de los mantenimientos, por ejemplo, en algunos centros estatales que ya tenían sus obreros. Nunca le he visto sentido pagarle a un privado el triple y a veces hasta 6 veces, el salario de ese obrero para hacer lo mismo o menos que lo que podría hacer este. ¿No sería mejor utilizar el dinero en comprar lo necesario, pagarle a ese obrero un salario digno y que no se pierda en los bolsillos de directivos y contratistas? Pero evidentemente también, parece que es mejor no dar el brazo a torcer y reconocer que se metió la pata (lo cual es lo más revolucionario que se puede hacer) que arreglar lo que está mal.